Salirse de la ley
- Yael Barcesat
- hace 3 días
- 1 Min. de lectura

En los espacios en que crecemos se establecen reglas precisas en que es fácil vislumbrar el bien y el mal, así como las consecuencias de transgredir las normas: no se puede perturbar el silencio en la clase, si lo hacés vas a recibir una amonestación. Esa protección (del orden, de las prácticas preestablecidas como deseables, de las personas que las llevan a cabo…) demanda un tercero que aplique las sanciones, al precio de infantilizar el vínculo y promover lateralmente el juicio y la denuncia de quienes infringen la ley.
Es fácil sentirse invulnerable en una fortaleza. ¿Qué pasa si salís, si atravesás el puente levadizo que te separa de un mundo sin reglas explícitas y empezás a caminar entre la gente, avanzando hacia el bosque donde la seguridad es un pacto cotidiano en permanente amenaza?
Ahora estás del otro lado y nos encontramos fuera del sistema. Nunca doy por sentado que te conozco. No hay decepción posible. Prefiero pensar lo peor, como los estoicos. Prefiero desilusionarme al revés, que me sorprendas con tu generosidad. Prefiero tantear los bordes de la intimidad casi a ciegas, descubriendo límites que solo aplican a vos (a vos conmigo; a vos conmigo en este instante). Prefiero que nadie nos rete aunque nos equivoquemos feo, y que en vez del ostinato que inmuniza los sentidos recibamos una invectiva inolvidable. En ciertos lugares que yo conozco, si te equivocás te dan una oportunidad de resarcir el daño, mientras quienes miran de afuera claman por justicia con la boca llena de indignación.
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