Alice y el conejo, de Lewis Carroll
Esas miradas, esos equilibrios, esas barreras altas y esos márgenes generosos… Ese mundo es así a condición de que yo no esté en él. Se me permite observarlo, pero cuando me acerco demasiado altero una química particular. Sobre todo, hay que dejarlo en paz.
Lo sé pero no puedo evitarlo, invariablemente voy más allá del punto de inflexión en que la magia se percibe observada y se transforma. No me gusta ese cambio, yo quería la cosa genuina, intocada; por eso me alejo a toda velocidad, y mi retirada es vista como cobardía, cambio de humor repentino.
Solía pensar que, algún día, esto iba a dejar de suceder, que todas las puertas se me abrirían y que yo iba a franquearlas con recién nacidas capacidades, como el don de la invisibilidad. A nada y a nadie perturbarían mis pasos leves, todo continuaría su existencia sin interrupciones mientras yo simplemente encontraba un rincón inocuo en ese ecosistema. Pero no.
El don es otro e intento acogerlo aunque todavía me debato: la aceptación de que ese mundo es así a condición de que yo no esté en él.
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