Bajo la cama
- Yael Barcesat
- 15 jun
- 2 Min. de lectura

Catal Huyuk fue un asentamiento del período neolítico con características únicas. Las casas estaban pegadas unas a las otras sin arterias entre ellas, por lo tanto se transitaba y se entraba por aberturas practicadas en los techos. Varias de las casas, las más grandes, estaban ornadas con relieves y pinturas de leopardos, toros y figuras femeninas. Los entierros se realizaban en las viviendas, muchas veces debajo de las camas de quienes continuaban habitando el mismo espacio.
Me acuesto y hago el ejercicio de imaginar a mis personas muertas debajo, sus cuerpos sin vida cuidadosamente plegados y envueltos en telas o en canastos posiblemente después de que los huesos hayan sido expuestos al aire libre durante un tiempo, antes de ser recogidos y enterrados. Tropiezo con algunos problemas antes de llegar a la imagen que podría generar horror y rechazo: ¿quiénes son “mis” muertos y muertas? ¿Quién yacería bajo mi cama? ¿Disputaría con alguien el cadáver de una persona amada?
Seguramente habría reglas para definir qué cuerpo va debajo de qué lecho. Una vez resuelta esa cuestión, traigo a mi habitación los despojos, seguramente de un pariente muy próximo, cavo un pozo bajo mi cama, entierro cuidadosamente los huesos pintados como era costumbre. A la noche sin falta me acuerdo de su existencia, que no es la huella de un fantasma sino un cuerpo que prosigue su trayectoria de relación con los elementos en mi propia habitación. No es una ausencia de emoción sino una multitud de sentimientos que no solo emito sino que reverberan desde un espacio ignoto. No es un recuerdo sino un vínculo vivo que se construye tanto de las imágenes pasadas como de los movimientos presentes que sigo atravesando.
Me cruzo con mis parientes más jóvenes, esos que aún no han vivido la muerte de alguien cercano. Trato de explicarles qué es la muerte: una presencia para siempre.
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