Tercerización
- Yael Barcesat
- 22 jun
- 2 Min. de lectura

Hay momentos en que no se puede dudar sobre quién está al mando. Una tempestad en el mar abierto, vivida desde un pequeño grupo de personas en un barco, demanda una coordinación centralizada y la velocidad de una respuesta sin cuestionamientos a quien sea que esté capitaneando el navío. El verticalismo ciertamente proporciona resultados imbatibles en situaciones críticas. Cuando el mar está en calma y el desafío más apremiante puede ser decidir cuál será el próximo juego de mesa, la decisión irrevocable de la más alta jerarquía puede fermentar en motín.
Lo opuesto a un liderazgo centralizado no es la puerilidad de un anarquismo sin norte. La inmadurez, por el contrario, aparece cuando solo se aprende a obedecer y la situación demanda decisiones descentralizadas. No es raro que en esas circunstancias clamemos por un administrador de consorcio que resuelva los desacuerdos, alguien que restaure el orden a través del sabio empleo de advertencias y castigos. La tercerización de la toma de decisiones es fruto de una carencia: la disposición para buscar el consenso, disposición que consiste en tiempo, ganas de escuchar, capacidad de comunicar, aptitud para cambiar de opinión o incluso ceder. Cuando no se descansa en una autoridad ajena incuestionable los mecanismos de decisión se activan en todas las células del organismo social.
No solo las sociedades matriarcales, pero ellas especialmente lograron vivir sin estado. Y no pensemos en el estado sólo como el gobierno ciudadano a nivel nacional, sino como el administrador del consorcio, el presidente de la institución, ese vértice del triángulo que acabamos por materializar prácticamente en todas nuestras asociaciones, la gran cabeza.
¿Qué es entonces una matriarca? Una orquestadora de voluntades, un punto insoslayable en el mapa de toma de decisiones colectivo, una conocedora de historias particulares que en virtud de ese conocimiento cataliza un rumbo. En una comunidad matriarcal, durante la tempestad no hay dudas de a quién obedecer. Todo el resto del tiempo no existe una gran cabeza sino un cuerpo completo en que hasta el dedo meñique del pie tiene el potencial de concentrar el interés de todos los sentidos.
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