Imagen de la película Retrato de una mujer en llamas
La feminidad hegemónica es un muro, algo contra lo que te chocás, algo que te aprisiona. La masculinidad institucionalizada es como una montaña, hay que ver si podes subirla, tenés que conquistarla, ganarla minuto a minuto sin descanso. Conozco seres de ambos sexos y de ninguno que se chocan con todo lo que se encuentran. Conozco también seres que encaran cada supuesto muro con una cuerda y arnés para escalar.
Tengo útero, y si bien no escalo, me trepo con dedicación. A la mitad del camino me pregunto qué estoy haciendo, por qué quiero llegar a la cima. En ese punto rodeo la montaña y exploro lo mediano, lo que no es raso ni puntiagudo. Encuentro un hueco y me aventuro en el interior de la roca. Un mundo volcánico se revela. Algo está muy vivo, a tal punto que escucho pajaritos, se abre el cielo y hay verde.
Se producen por estos parajes todo tipo de encuentros, y casi diría que es el único lugar en que puedo encontrarme con alguien: a mitad de camino, a caballo entre muros y montañas. En cualquier momento veré pasar cyborgs y quimeras, seres hechos de partes en apariencia incompatibles.
Por acá me quedo, no sin antes lanzar un último recuerdo a las profundidades de lava y fuego: contemplo mi lanza que se clava lentamente en las entrañas de la Tierra, o mi magma que se come sin esfuerzo los vestigios de una lanza.