La bestia roja, de Ende, una de las primeras artistas mujeres de quien se tiene registro, siglo X
Hay unas formas que respetar a la hora de tomar sol con desconocides. Podés estar en bolas, pero eso no significa que puedas moverte de cualquier manera. Las partes voluminosas no puede rebotar, eso hace que tengas que moverte como si estuvieras haciendo un paseo por la luna, un poco más lentamente y flotante que cuando tus zonas blandas están apresadas u ocultas por la vestimenta.
Cuando te acomodás en la reposera, tenés que hacerlo de frente o de espaldas. Nada de quedar de costado, exhibiendo las ancas como un caballo o un perro. Soy lo que comúnmente se llama mujer, de las que se animan a ponerse de costado, pero aún así no me atrevo a acercar los muslos al abdomen en posición de bolita, mi posición predilecta para la siesta, que jamás me doy el lujo de habitar en público. Dije “en público” pero ni siquiera: es “en un lugar público”, aunque no haya nadie rondando por ahí.
La siesta es un círculo de protección y de extrema vulnerabilidad. Entro ahí y mi cuerpo se redondea, la parte interna queda oculta y preservada de los elementos. La otra cara queda expuesta a la intemperie. En ese ovillo que armo mi conciencia se filtra hacia dentro y hacia abajo. Quiero estar despierta y somnolienta, haciendo equilibrio en el filo del abismo, sin perder del todo la noción de que estoy en la siesta y al mismo tiempo sin dejar pasar las preocupaciones de la vigilia. El borde en que adentro y afuera se tocan.
En eso llega alguien que me pide disculpas por avisarme que algo de lo que estoy haciendo no se puede hacer: estar sin barbijo, o tomar mate, o usar esa reposera… Mi posición cambia, me acomodo activada por un resorte, un poco rígida, lista para el combate. Me pide disculpas antes y después de corregirme, aunque en realidad me molesta más que me haya hecho saber que no estoy sola, que hay miradas, que hay afuera, que me dejé llevar. Vuelvo a acomodarme dócilmente como se debe, con el lado claro de mi luna hacia arriba, de cara al sol, con una sonrisa a modo de espada reluciente. Le miro alejarse y aun de espaldas noto su sentimiento de culpa, como cuando se roba un pedazo de torta o se corta una flor. Otro pequeño triunfo en el arte de hacer equilibrio en el borde.
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