Reflexiones de paso por el cementerio
- Yael Barcesat
- 16 mar
- 2 Min. de lectura

He caminado por algunos bosques. Hay bosques de ciertas especies, es decir que se los llama “bosque de coihues”, o “bosque de sauces”, si bien lo pueblan numerosas otras, porque la mayor parte de los árboles de la región se encuadran en esa categoría. Tal como sucede en las urbes, lo que más se ve es una especie que en cierta forma acapara el ecosistema, aunque en el caso de los seres humanos el efecto exterminador de otras especies es mucho más notable.
En visitas a bosques me encontré con cadáveres de árboles. Habían sido tumbados por los vientos o por los rayos. Estaban pálidos y ya ningún brote nacía de sus cuerpos, no había dudas sobre su muerte. En regiones secas, su aspecto iba asemejándose al de huesos descarnados al sol. En zonas lluviosas, la corteza se ablandaba hasta deshacerse en húmedo aserrín, que podía fácilmente desprenderse con la yema de los dedos. Cuando un árbol caído atravesaba la picada, era labor del guardaparque removerlo con la sierra y otras herramientas. Pero cuando su raíz arrancada de cuajo y su follaje caían fuera del área de tránsito de los humanos, automáticamente ese suelo pasaba a ser su cementerio y comenzaba el proceso de descomposición.
Este nombre, descomposición, me llena de dudas. Por un lado me pregunto si se puede hablar de descomposición en el primer caso, cuando los troncos y las ramas quedan blancos y pulidos como la osamenta de un animal gigantesco aunque manso, porque descomposición suena a moho, a humedad y a hediondez. Por otro lado, en el segundo caso, tan pronto como el árbol empezaba literalmente a deshacerse, innumerables formas de vida proliferaban, con lo cual tampoco la palabra descomposición hacía justicia a ese componerse diligente de la vida sobre la muerte.
En cualquier caso los árboles no siempre mueren de pie. He visto árboles fuertes que habían nacido en terreno inclinado, o sobre tierra no tan firme; árboles que habían sucumbido de pie ante la falta de agua o nutrientes, y que finalmente se habían vuelto quebradizos y cedido como ancianos de piel y hueso…, la tierra los reclamaba como abono para nuevas creaciones.
¿Dónde mueren los animales? ¿Caen al piso mientras caminan, en un momento cualquiera se desmoronan? ¿O tienen una premonición de la muerte y dosifican sus latidos para exhalar el último aliento al llegar a un sitio adecuado? ¿Cómo es ese lugar? ¿Salen de sus madrigueras o de sus corales cuando perciben que se avecina la hora? ¿O el espacio que les dio cobijo en vida se transforma ahora en su túmulo? ¿Existe tal cambio de estatus para ese habitáculo? ¿Se detienen reflexivos sus congéneres cuando se cruzan con los despojos?
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