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Levar el ancla



Imagen de la película Orfeo negro, de Marcel Camus




¿Cómo suena la fuga de las lagartijas cuando te entrometés en su hábitat, el rodar de las piedritas después de cada paso que das en bajada, el silencio cuando tu respiración hiende el aire de la montaña? Estar es afectar. Se puede pensar que se afecta algo dado (implica ver la caída y la deformación de todo lo que se toca) o que se crea en conjunto a partir de los varios elementos, de los cuales somos uno más. Menos pesimismo y menos protagonismo al mismo tiempo.


Si parto de esa base, me sitúo en un mundo que está constantemente siendo hecho, en vez de en un lugar que una vez fue mágico y hoy está corrompido. Un festejo muy particular tiene lugar entonces, una sensación parecida a la de levar el ancla o abrir la puerta de par en par. Hacer cuanto venga al encuentro de este día tiene el gusto del estreno y de la posibilidad.


Hay lugares, personas, recetas que tienden a dar siempre el mismo resultado. Al combinarnos con esos espacios adoptamos una forma preestablecida, la muerte de la creación. Dar nombres a los vínculos tiene ese precio: familia, papá o mamá, monedas intercambiables con las que traficamos conversaciones y supuestos entendimientos. Así alimentamos la ilusión de una forma ideal e inevitablemente comparamos.


Hablar de escribir puede tener un precio: obturar la escritura. “Cuando escribo”, dije, “construyo entre mi cerebro y mi mano algo que no preexistía”. Cuando hablo -escribo- lo hago entre mi cerebro y mi boca. Al describir mi escritura inevitablemente invento. Cuando vuelvo a la escritura preciso olvidarme de lo que dije, para no coartar esa precipitación.


Es el mismo precio que Orfeo pagó al mirar hacia atrás, cuando no pudo evitar confirmar que Eurídice lo seguía en su retorno del inframundo.

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