
Él se esfuma. Come pan y mira por la ventana. Sus miembros comienzan a flaquear. Su sangre se evapora al ritmo del sol moviéndose. El gigantesco brío ya no está, porque a fuerza de costumbre las ansias quedaron sepultadas. La repetición de gestos es como una batería o como una tumba. Pero cualquierear no es para cualquiera, y él no sabe tocar el ombligo de la noche sin recibir una patada.
Se adormece, magnifica las repulsiones, provoca el lisonjeo y se arrepiente en el acto. Un juego de suma cero que lo deja estático en la horizontalidad. Nunca una posición tan cómoda fue así de insoportable.
Desde fuera me pregunto qué espera, pero no puedo decírselo. Hay un proceso para todo, y si es kafkiano mejor no apurarlo, no vaya a ser que lo conduzca a la máxima trampa: esperar para siempre lo que no se sabe si se quiere.
Oír. Hacer. Bailar. Teclear. Remar. Fregar. Deslizarse… diversificar las acciones, aunque parezca jerigonza financiera. Sobre todo sacudirse el polvo y aceptar un riesgo. “Navegar é preciso, viver não é preciso”, escribió el ubicuo Pessoa. Para navegar hay que zarpar, sinónimo de desanclar; enseguida el movimiento acontece.
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