En esta época del año veo una única estrella desde mi habitación. Me despierto a la mitad de la noche y nos miramos en homenaje silencioso. Inevitablemente pienso: no es una estrella porque no titila, es Venus, o algún otro planeta. La ciudad mata las estrellas, mata el cielo. La diferencia entre este cielo y el que imaginaron tantas novelas distópicas es que, al menos en Buenos Aires, el sol brilla generoso aún en invierno.
Pero ese pensamiento es un alivio frágil: últimamente hay humo en el aire. Un humo que viaja sin sujeción a fronteras o pasaportes, un humo producido en alguna región remota, así como nuestro propio humo alcanza otras costas. La atmósfera de esta porción del globo no se limita a reflejar las acciones de quienes viven en la zona. Ella tiene sus propias corrientes, así como el mar.
Hace poco estuve en un lugar que de noche es muy oscuro. La ausencia de luces citadinas permite ver esas estelas blanco-azuladas que para quien vivió siempre en la ciudad pueden ser confundidas con nubes, hasta advertir que están fijas. Deduzco que ellas son el motivo por el que nuestra galaxia fue bautizada vía láctea. Recibo este regalo con un sentimiento mixto de agradecimiento y deuda. Mi homenaje nocturno precisaría de varios insomnios para rendir honores a cada estrella y a cada nebulosa.
¿Hay valor en un culto silente, una observación extática sin acción, una adoración que no salva el cielo, que no apaga incendios? Tal vez llegue tarde con este desvelo para aplacar los fuegos de hoy, pero ¿qué pasaría si te dejaras contagiar por esta pleitesía celeste?
Commenti