Con mochilas pesadas llegamos al lugar tan esperado. Me doy cuenta de que el día por delante rebalsa de opciones. “Hacé lo que quieras”, me dicen. Antes de estar acá sabía qué era, ahora ya no estoy segura. Tanto los atractivos como los desagrados de este lugar y de este grupo me zumban en los oídos, me impiden oír con nitidez algo que hasta el momento tenía la fuerza de un llamado.
La pérdida de un rumbo (no “del” rumbo, apenas de uno posible), hace espacio a la improvisación. Las personas alrededor contaminan de expectativas mi ideas a priori, o de leves temores. Me cuesta seguir los planes del grupo. La soledad habilita otras maniobras.
A la mañana me encuentro a mi padre preparándose el café, saludando con la voz callada y más grave de la mañana. Mi madre haciendo solo las preguntas suficientes como para facilitar los planes de otros. Todo está bien, pero yo tengo esta amabilidad muy corta que busca escapar al contacto.
¿Serán los pliegues de la noche de los cuales me toma toda la mañana salir? ¿será esta incertidumbre del día preñado de alternativas, que amerita tanto decidir como contemporizar a cada palmo? Aun en un entorno benévolo la negociación es permanente. Parlamentos. Muecas. Conjeturas. Desazón. Euforia. Misantropía.
“¿No te gusta no hacer nada?”. Otra vez la pregunta insidiosa, casi una acusación. ¿Pero cómo podemos “no hacer” en grupo? Cada vez que alguien entra en un silencio contemplativo otro integrante llega con una invitación o una necesidad. En esos momentos “hacer algo” es el refugio, la ocupación que absuelve de involucrarse en otra cosa.
Hacer algo por el grupo para bajar el volumen de mis estados. Cualquier cosa, preparar un mate o lavar los platos. Apenas un hacer quedo basta, un saber retirarse a tiempo o no aparecer en escena hasta más tarde. Y al volver, hacerlo con la guardia baja, las manos llenas y una canción en la frente.
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