Pensar con la lengua y el paladar, afiche del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona
Ellas siempre están riendo. Entrás y las encontrás en medio de una conversación animada, como si hubieran estado mucho tiempo separadas y les hiciera falta ponerse al día cuanto antes. Tienen gatos, perros y varias infancias en sus casas, aparte de maridos. Viajan una hora y media para llegar a su propio centro de estética, que en veinte metros cuadrados reúne manicuría, depilación, pulido corporal y todos los tratamientos más o menos invasivos, más o menos dolorosos, más o menos obligatorios para hacerte encajar en una feminidad publicitaria.
Pero ellas ríen. Se gastan bromas una a la otra. Se ríen de sus enojos, se divierten ridiculizando sus propios hartazgos ante las situaciones domésticas, ante los encuentros familiares de los domingos, tan fértiles en atropellos y discordias. Toman algunas decisiones: "no es saludable mantener la regularidad de esos encuentros dominicales, desde ahora vamos a saltear algunos, aprovechar para estar con el marido y los hijos (y los perros y los gatos), nada más que eso" (todo eso, yo pienso).
Atienden a una persona tras otra. Son tres socias, ganan bien, lo suficiente para contratar a otra mujer que mientras ellas atienden intenta limpiar los espacios momentáneamente liberados. Es una coreografía de cuerpos alternándose en un espacio diminuto, y las clientas nos esforzamos para entrar en ritmo, aunque con la eterna sensación de ir más lento, de no poder seguir el paso mientras nos desnudamos o nos preparamos emocionalmente para el dolor del emprolijamiento cultural.
Nunca las veo apesadumbradas, abrumadas por los compromisos supernumerarios, por las responsabilidades que sostienen con sus recios lomos. Pienso en ellas toda vez que una marea de insatisfacción me visita, en sus alusiones veladas a una vida compleja no exenta del goce salvaje de la medialuna y el café con leche humeante a la madrugada, en la parada del colectivo. Sin duda hacen el mundo con sus relatos, con lo que se cuentan de sus vidas, con la manera en que se lo dicen.
Parece que el paladar no retrocede. Es cierto que ya no logro saborear ese café comprado al vendedor ambulante. Pero cuando estoy ahí me dejo contagiar, y pienso que mi paladar se ensancha en todas direcciones.
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