Azemichi, a path between rice fields, de Makoto Aida
Casarse y tener hijos: “pero yo realmente lo quiero”. Te creo. Y no me extraña. “Entonces dejame ser libre, casarme y tener hijos”. Si no te quisiera, no me importaría que saltees la investigación que tal vez te haga desembocar en otros deseos.
Tengo una generación de amigues que no tienen hijes. Tenemos 44, no es que ya no pueda suceder. A la vera de ese -supuesto- abismo, alguna que otra aún será madre, y no pocos varones serán padres en la segunda mitad de su vida. Pero estoy segura de que vamos a quedar unas cuantas personas sin descendencia de sangre. Con parejas o no, con animales de compañía o no, sin hijes. Esto no sucedió en otras generaciones. Elegir no ser. Es mágico.
Somos tías, tíos, tíes de varies. Miramos a través de los ojos de quienes eligieron otra vida y nos asomamos por un rato a su cotidianeidad, ayudando más o menos en la maternidad de otres. Me pregunto qué significa “formar una familia” para mí, y me viene la palabra “amuchar”. Una de las definiciones de esa palabra es formar un grupo apretado, juntarse. Como cuando tenemos frío y nos sentamos junto al fuego, nuestras caras y partes anteriores hirviendo y las espaldas heladas. Los brazos pueden rodear omóplatos y cuellos aliviando en parte ese fresco, pero no del todo, nunca del todo. Queda siempre una porción a la intemperie y eso nos gusta, una parte desprotegida y atizada por el viento, librada a los elementos para apreciar el contraste.
Racimos de humanos, animales, plantas y espacios físicos. Nuestros descendientes serán proyectos, momentos, obras… Nuestros herederxs, hijes de otres. Pueden ser hasta parientes consanguíneos, pero nada está dado. Tendremos que elegirlos.
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