Dragón y fénix
La semana pasada lo escuché a DeRose —tal vez la única persona de quien aprendo en cada encuentro después de veinticinco años de conocerlo— hablando de que siempre ofrecemos sufrimiento y sacrificio a cambio de un premio. Prometemos subir de rodillas un cerro si se cumple nuestro deseo, si alguien que amamos se repone de una enfermedad, si pasamos un examen difícil. Nunca pensamos en ofrecer nuestra alegría como oblación.
Si mi ofrenda es una celebración, un abrazo a quien corresponda, un banquete o un paseo, me inclino a juzgarla soborno. Somos personas a tal punto entrenadas en la culpa que no necesitamos invocarla para que se presente.
En la ecuación, ganar implica perder. Si te doy un poco de mi agua, me quedo con menos en mi vaso. Sólo que hay cosas que se dan sin que se pierdan, como el fuego: podemos encender una vela con otra y pasar a tener dos llamas. Pareciera que nada se sacrifica.
Quiero trocar en mi pensamiento el modelo del agua por el del fuego. Que cada vez que dé algo pueda quedarme con eso mismo, y no sentir ninguna culpa al admitirlo. Que siempre que desee algo pueda ofrendar lo que me plazca para obtener lo que quiero. Que, sin embargo, eso no me haga una persona poco proclive a esforzarse cuando hace falta (¿por qué confundimos esfuerzo con sufrimiento? el primero puede ser gozoso). Quiero, incluso, que los dones que elijo brindar sean inmotivados, desprendidos de una finalidad posterior, ajenos al comercio de las expectativas. Fundar una economía sobre lo gratuito…
Soy ingeniosa. A cambio de que se cumplan mis deseos puedo dar muchas cosas, pero espero que nadie me exija nada.
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