Retrato de Marilyn, de Andy Warhol
Desde siempre he regulado el consumo de ciertas cosas. Un temor al exceso, al efecto rebote, y sobre todo al aburrimiento que sobreviene luego de la exageración. Lo hago con las cosas y con las personas.
Esa práctica me ha dejado del lado de acá de algunas culminaciones, que sólo suceden cuando el empacho despliega sus consecuencias. Y no es raro que me encuentre pensando en gente que no veo hace años o décadas, con quienes nada terminó. Es decir: la cotidianeidad con ellas ya no existe, pero sí algo que por mi parte podría llamar vínculo, y que consiste en imaginar su compañía alentando una posibilidad de hacer contacto en el porvenir.
Conversaciones, caricias, cafés, risas… todo sucede en un terreno imaginario que no está exento de sus repercusiones. ¿Cuántas veces cambió mi humor después de estas citas mentales, de estas continuaciones que por desidia o por sabiduría he evitado hasta ahora?
Fantasmas o campos magnéticos, estos seres pueblan mis pensamientos y me inspiran a tomar decisiones, a postergarlas, a seguir o cambiar de rumbo... Su silente evocación me da la mano, me empuja o me habla al oído.
Parece cobardía, imaginar el encuentro en vez de consumarlo. O un intento de extender la duración de todo lo que está predestinado a terminar. O, más benigna, la aplicación de un consejo que me dio DeRose: quedate siempre con el “gustito de quiero más”.
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