Mitilene. Troya. Helesponto. Corinto. Cnosos. Como salvajes unimos todos los puntos, nos colamos en la piel de Medea y llegamos al Ática en nuestro carruaje de fuego. Buscamos señales con todos los sentidos, cerramos los ojos muchas veces para que los autos y los cables no nos desviaran del real espectáculo de los misterios eleusinos, su memoria para siempre impregnada en las entrañas de aquella tierra.
Hubo efervescencia pero también hubo sosiego. Recuerdo con la misma añoranza los desvelos en la playa —estrellas, un mapa ajado en la mano alumbrado con la linterna del teléfono celular, ese aparato tan múltiple reducido a la categoría de lumbre, porque quisimos mantenerlo a raya— y las horas contemplativas y silenciosas al cabo de las cuales ya no encontrábamos palabras para contarnos el viaje que cada quien había hecho.
Toco los lomos de los libros de mi biblioteca con la mirada. En cada uno puedo detenerme y evocar el encuentro, ese momento particular en que sucedió, ese café o esa plaza en que me senté a leerlo, puedo viajar por su contenido y también tener un vislumbre del tamaño de las letras y del color del papel. A veces los agarro para confirmar, releo, me corrijo y siempre encuentro otra cosa.
Quiero recordar el viaje que nunca hice e imaginar el libro que ya leí. Foucault dice en su última entrevista: “pienso que la elección ético-política que debemos hacer cada día consiste en determinar cuál es el peligro principal”. Esa afirmación presume que puede no ser tan cristalino el peligro, porque en ese caso no habría nada que elegir. Últimamente, saco filo y apunto mi flecha cada día hacia el corazón de la literalidad.
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