Sin título, de Eva Hesse
Aprendí a pedir disculpas. Ante mis traspiés y también ante los de las otras personas. DeRose nos enseñó a usar ese pedido como una conjura ante el conflicto, casi como un químico que disuelve la hostilidad antes de que se esboce siquiera. Y funciona. Pero como todo, si se exagera se vuelve en contra.
Si pedís perdón antes de corregir tu curso de acción para poder, una vez perdonada, dejarte estar más tiempo sin cambiar nada, eso en vez de disolver la hostilidad la alimenta. El cambio puede ser en cualquier sentido, asumir la responsabilidad o confesar que no estás disponible, incluso aunque a priori hayas dicho que sí. Esas cosas pasan.
Se gasta el recurso si pedís disculpas en vez de actuar, cuando podrías actuar. Cuando el ímpetu se dirige a pedir perdón en vez de hacer algún movimiento. Si te aprovechás de que difícilmente se niega el perdón (cuando nos piden perdón tenemos que darlo, porque ¿qué nos cuesta?). Todo eso erosiona el poder de la disculpa y puede hasta inflamar la indignación.
He tenido ganas de decir a algunas personas: no me pidas perdón, estás de antemano perdonada. Pero dale.
Tenemos una munición de disculpas. Algunas cosas se gastan aunque parezcan infinitas, y no depende de la cantidad sino de la forma de uso. Si se cuida el instrumento puede operar la magia de transformar indignación en comprensión, distancia en simpatía.
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