
Cada cultura viene con su pack de deseos, lícitos o transgresores, preparados para estimular nuestra ambición. Al viajar, leer y —no menor— hacer el ejercicio sistemático de inquirir y desafiar el límite de la normalidad, podemos atisbar otras ganas. Y como basta hacer algo dos veces para empezar a generar un declive que nos haga volver a pasar por el mismo lugar, no es nada difícil reforzar ese deseo de lo distinto, aun cuando no haya referentes a la vista.
Las ganas están. Pero sostenerlas, defender esas ganas sui generis frente al denso tráfico de las avenidas de la inercia requiere ciertas maniobras para salirse de la contramano. Hay bastante espacio para moverse diferente en los intersticios de la vida íntima, en la cotidianeidad de seleccionar lo que nutre los momentos de ocio o de construcción, e incluso para confundir los parámetros que permiten esa distinción tan domesticada. La vida en grupo, no obstante —compartir los deseos fuera del pack— demanda una laboriosidad que puede ser invisible a quien llega con la cosa funcionando, pero que quien está decidiendo no debe jamás subestimar.
Una vez que el grupo está en marcha, no deja de acechar el peligro del olvido de lo sagrado de esa reunión, porque el magnetismo de la góndola profana seguirá siendo muy potente. Como un diminuto satélite podrá mantenerse en la órbita de la gran masa planetaria, a la distancia justa para no ser tragado.
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