Collage de @mr.babies
Qué placer es treparse. Subir. Explorar. Como si no estuvieras en escena. O mejor, asumiendo que siempre estás en escena. Una galería de la existencia. Visto desde otro ángulo, un tribunal permanente. En mi temprana infancia registro las primeras reminiscencias del juicio, las iniciales e imborrables huellas de la vergüenza, el sufrimiento de no encajar.
Tal vez eso lleva de la verborragia fluida y cristalina infantil a la tartamudez que arranca tarde o temprano, como máximo en la adolescencia. ¿Cómo fracasamos tanto en defender ese arrojo, esa soltura, ese manantial sin valla que orquesta al unísono la sensación, la emoción, el pensamiento, la palabra…? (Enumero, pero de esa forma interrumpo: la imagen que me viene es la de un ser dándose vuelta como un guante, mostrando sus entrañas sin sospecha).
Satisfacemos nuestra curiosidad antes de tiempo. Volvemos muy pronto a un estado de saciedad que, si bien es más llevadero, se pierde mucho de lo que existe en los márgenes del camino, porque hay demasiado temor de prolongar la inquietud.
Si pudiéramos apreciar el valor de esa pérdida de orientación, que lleva a una “pérdida de tiempo”, y llevarla al estatus de sacrificio, tal vez conseguiríamos apaciguar a los dioses como consecuencia: “dedico este desperdicio”. Atravesaríamos la inquietud desorientándonos en una selva o en un bosque, sin saber si existe un feliz encuentro al final de nuestros pasos, más bien encontrando en cada paso el paso.
Por eso no haría falta “volver”. Y si el retorno se produjera, sería en espiral, una octava más arriba. Cada día, hora, minuto, sería levemente distinto a los anteriores, irrepetible, con su generosa dosis de incertidumbre, la piel erizada en estado de alerta, aguzados los sentidos, y a la noche bajaríamos momentáneamente la guardia, rindiéndonos a un sueño necesario de verdad.
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