Paralelogramo, de Stan Slutzky
Mi familia no tenía su teléfono. Tuve que rastrearla. Después de una breve investigación caí en la cuenta de que ya tenía sus datos, pero nunca los había precisado. Nunca había establecido contacto con esa persona que durante por lo menos quince años me cuidó, con quien pasé probablemente más tiempo que con mi mamá. La vi pasar de ser una posadolescente malhumorada, enojada con un mundo que la había puesto en lugares ciertamente incómodos, a ser una lady en un cuerpo moreno y magro: siempre sonriente, amable, con el oído atento y un consejo germinando, entregado sin parsimonia pero recibido por mi parte con ineludibles chispazos de entendimiento.
Cuando me iba a dormir dejando sin resolver el cubo mágico u otro juego de ingenio, invariablemente a la mañana los encontraba armados, disuelto un misterio y sembrado otro: ¿quién? ¿papá o mamá? Nunca elles, siempre ella. Cuando la interpelaba sobre el tema se reía con esa risa de niña modosa, si le insistía mucho trataba de enseñarme, pero nunca aprendí esas matemáticas propias del juego.
Ella había aprendido a jugar. En su proceso paralelo al mío había hecho sus elecciones particulares: no casarse, no tener hijos, cuidar a otres, preservar la risa. Decidí zanjar la distancia entre la figura de empleada doméstica y la de pariente. Me pareció que en alguna etapa del desarrollo de nuestra sociedad decidimos que si la mujer es madre, no cobra, y si cobra, entonces es empleada doméstica. ¿Cómo reparar esa confusión atroz?
La llamé. Su voz cristalina tenía la misma edad. Mi voz se ahogaba del otro lado mientras fragmentos de palabras y emoción salían a borbotones. De vez en cuando escuchaba su risita. Quedamos en vernos.
Cuando le relaté todo esto a mi hermana del alma, con quien siempre conversamos de las personas que nos mueven en el mundo, ella me dijo que ya le había contado antes de la existencia de Tuni. Yo no me acordaba de esto, pero al escuchar el nombre pronunciado por mi amiga-hermana sentí que eso la traía de vuelta a la superficie de mi existencia, a la docilidad de lo cotidiano. Y me alegré.