Fotografía de brunitus.com
Yo, como muchas personas, voy armando una recopilación de cosas diversas, objetos, textos, personas, cuya misión es recordarme con su sola presencia lo mágico de la existencia. Cuando era más chica pensaba que ese ejercicio era una tarea infinita; hoy pienso que, si bien extenso, tiene una dimensión acotada.
Hace poco recuperé cuadernos de hace veinticinco años. Las cosas que subrayé y anoté de mis lecturas y experiencias de aquella época estaban en un lenguaje distinto, pero la sustancia era la misma. Lo que me intriga profundamente no cambió tanto. Leo algunos libros tantos años después y me sorprende seguir encontrando pepitas ocultas. Lo que permanece no es el texto, sino la búsqueda.
Pensaba que la adultez llegaría en algún momento. Ahora me doy cuenta de que, o nunca llegó, o siempre estuvo ahí. Desde cuando era tan chiquita, estaba de vacaciones y miraba con preocupación el minutero pensando que no había nada para hacer, desesperándome de aburrimiento, haciendo fuerza para que los instantes volaran y me arrastraran a algún acontecimiento, la llegada de mamá, la hora de los dibujitos o de la merienda… También recuerdo querer detener el reloj, que nunca hiciera su aparición la hora de la siesta, que el almuerzo de domingo con voces y risas se extendiera al menos durante toda la tarde. Si ser adulta es apreciar el tiempo, luchar con él para acelerarlo o ralentarlo, desde niña soy adulta, y si no, nunca lo seré. Puertas adentro veo mis subrayados de hace veinticinco años y pienso que hoy subrayaría las mismas cosas.