Modestia marítima, de Felix Deon
Es muy difícil para un títere ver los hilos que lo mueven. Pero una vez que los descubre, ahí viene lo más trabajoso.
Con una torsión esdrújula distinguís la línea que nace en tu piel y sube hacia más allá del alcance de tu mirada, se pierde entre las nubes antes de que puedas identificar su origen. Parece imposible que ese fino cable tenga algún poder, que produzca algún efecto. Más bien te tienta creer que vos movés esos hilos, y para probarlo te ponés a jugar con ellos: los acariciás como quien toca un arpa, girás en círculos, das una voltereta en el aire y después te abocás a deshacer el enredo. Hasta les acercás un tijera y…pero no, tanto como eso no.
Vos que te considerás una persona valiente, independiente, no sentís necesariamente miedo de cortar con la tijera; más bien es una desazón que te agarra, ante el vislumbre del trabajo monumental que te espera si cortás apenas uno de esos cables.
Te animás la primera vez, das un tijeretazo y de inmediato sentís el desbalance, el juicio ajeno (“¿qué le pasa? está como desequilibrade…”). Pero ya elegiste una nueva línea a la que unirte, y aunque no quede tan a mano vas en su busca, te atás nuevamente. Algunes insisten en que solo se trata de una nueva atadura, pero vos sabés que no es lo mismo: esta la elegiste.
Ahora te ves diferente, y las personas a tu alrededor lo notan. Vas dominando la tijera con más destreza a cada nuevo corte, y explorando otros tipos de nudos, como si de a poco estuvieras construyendo una experiencia marinera. ¿Dónde vas a parar?