Venus, de Cy Twombly
Me siento frente a la computadora, llueven miles de mensaje por todas las vías conocidas. A mi lado hay alguien que comparte el espacio mismo físico, pero mi atención no puede zafarse de las garras de esta pantalla. Brilla, cambia cada cierto tiempo, me habla con palabras y emoticones. Voy a la cocina, terreno de elementos rudos, no apto para dispositivos sensibles a la humedad. La cocina me protege momentáneamente de la proliferación de audios y textos, pero enseguida me siento levemente culpable y vuelvo a mi asiento a broncearme con la pantalla.
Así he pasado estos poquitos días desde la cuarentena. Mi disponibilidad para escribir este artículo se vio seriamente amenazada por mi disposición a estar conectada con la mayor cantidad posible de seres queridos. Y me falta darles un montón. Cuando pienso en eso, me veo tentada a abandonar este escrito y sumergirme otra vez en los canales de comunicación, a la búsqueda de eses a quienes todavía no toqué con una palabra o una música o un cuadro, digitales, por supuesto.
Entonces pienso que esta cuarentena no me encuentra leyendo y estudiando, no me invita a pasar tiempo sola como lo imaginaba la semana pasada, casi con un sentimiento de alegría por las horas de estudio ininterrumpido que veía venir. Me toca mucho más estar, hablar, decir, hacer, escribir, pero para entrar en contacto, para recibir un feedback ya mismo, menos mediato y más personal. La falta de contacto físico es más fácilmente sobrellevada con la respuesta directa, de persona a persona.
Aun así suelto este escrito, porque existen quienes me leen y nunca me escriben, sienten que no pueden hacerlo o que no hace falta. Pero ahora les invito, les insto. Ahora tengo menos tiempo para escribir y más tiempo para responder los mensajes.