Desierto marroquí
Los pies en la arena. Verano en medio del invierno. Temperatura de fiesta todo el año. Magnetismo de los cuerpos. Por qué esa pulsión. La sensación de que todo es posible, de que lo más alocado es posible. Palmeras con brillo acerado. Mar de cristales líquidos. No sabría decir por cuánto tiempo, pero este instante es eterno.
Vos entrás al cuarto y ves esto. Tus ojos tardan en acomodarse a la situación. Tu mirada se come la imagen completa, cada uno de los cuerpos forman un conjunto sin partes. Y esa imagen que no te pertenece, que palpita a su propio ritmo colectivo, te devuelve una única mirada. Una persona se separa del resto para mirarte. Y en ese momento existís, porque te descubren. En esa activación vital hay duda, hay exposición, hay colores y sudores que suben. Más ojos te enfocan sin dejar de palpitar, hay una espera de la próxima acción, algo tenés que hacer. Irte o quedarte, y cómo quedarte. Mirar, manteniendo tu propio latido, o participar y latir al ritmo del conjunto. Elegís lo último y te disponés a fundirte, a perder por un rato las mezquindades, las prejuicios, los miedos. Al fin y al cabo son todas cosas que une desearía despedir para siempre.
Cuando la experiencia termina te deja suspendide entre la libertad absoluta y los grilletes que te acobijan cotidianamente. Seres extraños somos, que usamos las ataduras para acurrucarnos. Y en ese momento de suspensión momentánea de los paradigmas que rigen diariamente tu accionar te preguntás si es posible vivir así, con menos arrastre. Seguro que hay otres dispuestes a decir cómo, a soltar algunas amarras, a llevarte en esa expedición.