Fotograma de la película Laberinto
La filosofía práctica es un amor por el conocimiento que sirve. Lejos de la metafísica, pero cerca de las imaginerías que encienden la inspiración de un cuerpo-cuerpa. Sin ignorar las luchas del pensamiento, seguir haciendo, pateando, recogiendo, sembrando… Filosofía que está viva en la danza y en la inquietud de sensaciones no acogidas por el verbo que aprendimos.
Puesta en escena de los predicados de un pensamiento libre, que hackea con sus evidencias ese mismo pensamiento que le dio origen.
Des-arrastre. Des-molde. Un trabajo madre para producir lo fuera de padrón, que puja por existir.
Ejercicio cotidiano de dos vías, como si se tratara de la construcción de una carretera de ida y vuelta entre lo corporal y lo que parecía no serlo. Milenios de desconexión interrumpieron ese flujo rico de intuiciones compartidas, que probablemente en el inicio no eran atribuibles a una mente o a un cuerpo.
Ganas de que sobre, de que haya para todes. Rebalse de información, que abre la puerta a los magnetismos o a las distancias, claro. Abrir todas las puertas, vivir con las puertas abiertas y con las consecuencias de elegir o no atravesarlas.
“No sé si quiero tanta libertad”. Ante esa confesión, me pregunto: ¿la total libertad no incluye la no-libertad? ¿no aprendimos acaso a vivir con todas las puertas cerradas menos una, sea lo que sea que haga el prójimo? No hay grandes diferencias entonces. Sólo la evidencia de que otres están abriendo puertas. (Admito que puede inquietar. De otra forma, no sería filosofía práctica, sino apenas un agua que no moja).