Instalación de ROSO
No me quejo. Yo me lo busqué, al fin de cuentas. Eso no significa que no cueste, pero estoy en el baile que quiero, cuidándome muy bien de no encontrarme de pronto en la incómoda situación de moverme a un ritmo que no me inspira. Se puede sostener la mirada, la conexión con cualquier compañere, siempre que la música te mueva. Cuando eso no sucede estás como un pez fuera del agua. Y es sorprendente cómo les seres humanes podemos vivir en esa situación, amoldarnos a un hábitat hostil, eternizar esa incomodidad incluso pudiendo optar por volver a danzar nuestra música preferida.
Inventamos un montón de excusas para ir contra nuestra propia corriente, una de ellas es que el esfuerzo dignifica. Es un hecho que nos esforzamos, aunque lo que estemos haciendo sea empujar una piedra hacia arriba, sabiendo que pronto va a caer nuevamente, con resultados parecidos a un desmoronamiento en el silencio unánime de la naturaleza. Existe siempre una mirada indulgente para el que se esfuerza, y por añadidura una ausencia de análisis sobre los motivos últimos.
En ese contexto aparece la tan nombrada falta de propósito, que trae al centro de atención esos motivos últimos, con toda su carga de misterio y solemnidad. Y es posible que en esa búsqueda nos pasemos toda la vida, porque no somos idéntiques a nosotres en forma permanente y, sobre todo, porque las músicas que nos mueven en distintos momentos van cambiando. ¿Será que todas las músicas cambian? Creo escuchar algunos temas que me acompañan siempre, que me hacen vibrar una cuerda adentro. Cuando el estruendo del mundo me impide prestarles atención corro a buscar los auriculares.