Ilustración de Polly Nor
Las reglas generan rechazo instantáneo, endurecen y achatan lo diverso. Hay que encontrar la forma de que sean autocumplidas, es decir, que sea tan evidente la conveniencia de observarlas, que no sea necesario ni siquiera enunciarlas. En ese sentido, la existencia de reglas es una confesión de fracaso en la misión de hacer comprender, con sutileza, la utilidad de hacer las cosas de determinada forma.
Y esa derrota puede deberse a dos motivos: o no está clara la ventaja de actuar según la regla, o no la hay. En este último caso hay que volver al origen de la cuestión y arrancar de cuajo lo que no sirva. No sirve y encima genera oportunidades de desentendimiento entre los seres humanos: malísimo por donde se lo mire.
En un mundo en que no existieran reglas explícitas, ¿qué pasaría con los que no siguieran por el desfiladero invisible y un poco librado a la buena conciencia de cada uno? Mi estrategia para averiguarlo es volver y mirar cómo son las cosas en nuestra sociedad: hay reglas, infractores, castigos y los infaltables que se las ingenian para eludir la regla y la condena. Mi sensación es que estos últimos existen en cualquier sistema, pero hay una remota posibilidad de que, a falta del desafío al incumplimiento que provee toda ley, vayan a buscar otro tipo de transgresiones para saciar su simpatía por el diablo. Y aquellos que genuinamente rechazan las reglas, que podrían defender el punto de vista opuesto, que tengan su lugar en el debate. Que por uno que esté en desacuerdo, todos tengan la oportunidad de revisar sus decisiones, y tal vez sofisticar lo que está en uso, que en definitiva es aprender algo nuevo.