Una delgada línea separa el respeto a los propios deseos | del abandono de todo sentido.
Un buen día te despertás sin ganas de salir de tu casa, y te permitís no salir. Total, podés hacerlo. Un día, no pasa nada. Te quedás en casa cocinando, dibujando, mirando películas, vacaciones en medio de la rutina. ¿Por qué no repetirlo?
Pasa una semana, pasa un mes. Te asombra encontrar tanta riqueza en lo más simple, en las mínimas ocupaciones cotidianas. Todo es de lo más sorprendente, cada día es único y diferente a los demás: la hora de levantarte y de acostarte, la cantidad de comidas y las personas a las que elegís ver. La degustación de cada segundo se vuelve un regodeo.
Pasa un poco más de un mes. Tus amigos respetan tu decisión de no salir de casa, prácticamente. Tu familia no tanto, pero como están lejos no pueden hacer mucho. Tu pareja tiene algunas sospechas, pero con su dócil presencia estira un poco más tu necesidad de ver gente. Total, estás viendo gente, al menos a tu pareja.
Algo pasa después de ese mes, algo muy fino se rompe adentro, la delgada línea, el hímen que separa los propios deseos | del abandono de todo sentido. Algo que antes elegías, quedarte en tu casa, se vuelve una necesidad, pero tardás mucho en darte cuenta. Pensás que tu deseo dirige, cuando tu deseo sigue el llamado de una necesidad.
En la novela de Alan Pauls El pasado, el protagonista, extenuado después de una tragedia amorosa, solo despierta del letargo del sinsentido gracias a la ayuda de un entrenador de tenis, que lo vuelve cuerpo después de atravesar el estado de pura emoción.
Cuando parece no haber suelo se complica mucho dar un paso. En esos momentos el tacto nos salva, la piel supera a la palabra en su poder reconstituyente de esa base sin la cual nos quedamos irremediablemente quietos.