Salí a hacer compras. En el camino de vuelta descubrí unas esculturas móviles, que con el viento iban cambiando muy sutilmente, formando figuras que no duraban un instante, en constante avidez de transformación. Cuanto más lento se producía el cambio, más yo caía en la cuenta de lo inaprensible de esas formas, a no ser fotografiándolas. La única manera de inmovilizar el momento era volviéndolo imagen, reproducción; en la realidad, no se podía.
Pensás en parar el avión y salir a respirar aire fresco. Pero algunas cosas sólo se sostienen en el aire por estar en movimiento, y eso es parecido a lo que sucede con el tiempo. A veces lográs que el mundo funcione en cámara lenta, que un segundo se separe del siguiente por un hiato más prolongado, y tenés la ilusión de que si seguís así vas a poder frenarlo.
Tal vez una de nuestras más profundas penas sea el cansancio, que a veces nos acomete en disonancia con este universo que avanza empecinadamente hacia lo incógnito. Nosotros nos cansamos pero el mundo sigue, y no hay oportunidad de bajarse a tomar aire. Habrá que aprender la respiración circular de los tocadores de didgeridoo, o la forma de comer de los atletas de ironman, que se alimentan sin dejar de correr o nadar (o estirar el hiato entre un instante y otro, para poner un pie en la tierra mientras la máquina casi se detiene, aunque más no sea para empujarse fuerte y volver a bordo).