Magnolia blossom, de Imogen Cunningham
Una mano que conecta a un teléfono que conecta a una mandíbula y a unos ojos.
Es necesario que te desenchufes primero para poder establecer nuevas conexiones. Que asomen a la superficie sentidos eclipsados, que se escuchen cristalinos los sonidos sin amplificar, que haya tiempo para entregarnos al hechizo de un instante que se obstina en transcurrir, que las fronteras y los bordes se vuelvan más confusos.
¿Cómo lograrlo cuando el cuerpo es el puerto USB de una serie de dispositivos a través de los que no solo traficamos racionalidad sino sensación, emoción, a veces incluso la posibilidad de seguir viviendo?
No quiero hermosas revelaciones coloreadas por el deseo. No hace falta haber vivido cien años para saber unas cuantas cosas: no todo ayuno implica una limpieza, no toda ausencia da paso a otras presencias. Por lo tanto, esta no es una convocatoria al abandono de los dispositivos que nos conectan y nos desconectan al mismo tiempo. Algo puede cambiar en este vínculo que ya es insoslayable. Algo podría madurar y transformarse.
Cada vez creo menos en las instrucciones y las fórmulas. Me gustaría poder decir que aprendí más de la magnolia que de la mayor parte de los seres humanos, pero no es cierto. Algunos seres humanos me dieron patadas más fuertes que un shock eléctrico, que me dejaron realmente unplugged. ¿Hay que exponerse a eso? Solo estoy diciendo que a veces funciona con ciertos temperamentos, así como otros son más adeptos a los caminos sinuosos.
Mientras nutro mi propio arsenal para defenderme de estar perpetuamente conectada a dos veinte, me interceptan gentes que son animales que son vegetales que son artefactos cuya trayectoria me da pistas, aunque nadie esté buscando enseñarme nada.
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