
El sentido del olfato, de Giuseppe Arcimboldo
Cada día me cruzo con una forma de vida que, ante nuestros ojos que priorizan la simetría y la lozanía, no merece continuar viviendo: una salvaje paloma, con las plumas sucias y deshilachadas; plantas que ya no conservan el color verde ni el brillo del vegetal cuando nace. Me metí en otros ojos y descubrí el capricho de mi juicio estético, que niega oportunidades de proximidad e incluso de existencia.
Esa lógica se extiende a nuestro cuerpo. Territorio que consideramos de nuestra propiedad por excelencia, todo lo que allí irrumpe de improviso será cuestionado y de preferencia extirpado. Tumores, pero también lunares, granos, o un pelo en un lugar inaceptable. Brindamos a nuestra salud pero nos entregamos a un capricho que llega a hacerla peligrar.
Intervenir este cuerpo es parte de mis costumbres, así como de las de otras tribus. Pretendo hacerlo con fruición, con el espíritu de quien suma un color a una pintura, no de quien corrige una imperfección. No aspiro a liberar mis territorios de mis manos que transforman/deforman, pero sí a divertirme en ese intercambio con habitantes inusitados, asimétricos, desprolijos, malheridos… (palabras miopes, frutos de una óptica que confunde posibilidad con deber.)
Hace una semana encontré en mi balcón una planta aún verde pero tajeada, pensé que sería por la acción del viento. Unos días después descubrí que alguien se la estaba comiendo lentamente. Hice un esfuerzo consciente por no arrancarla, por no sustraer el alimento a esa boca invisible. Contemplo su desaparición gradual desde hace unos días y aprendo sobre cómo morir de pie.
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