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Infinito

Western motel, de Edward Hopper

Miro por la ventana, veo las escamas del edificio de la esquina. Un gran dragón adormecido, por tantas décadas que se ennegreció de hollín. Si se moviera, quién sabe qué color renacería bajo esas tejas-escamas. Una paloma hace equilibrio entre las molduras, es incómodo estar ahí, y me pregunto qué hace, por qué no se va a una cornisa más sobresaliente, pero tal vez esos lugares más confortables ofrezcan amenazas, una ventana que se abra súbitamente, otro ser que dispute ese espacio vital. Elige entonces las molduras redondeadas, poco sobresalientes, que la obligan a estar inclinada, con la cabeza gacha. ¿Pensará desovar en ese lugar imposible? No parece, apenas toma sol, observa el paisaje urbano, ejercita los músculos de sus garras rosadas, escapa a la obviedad de la búsqueda de un objetivo.

En algún momento de la infancia desaprendí cómo dejar pasar el tiempo. Las horas y los minutos precisaron a partir de entonces tener su nombre. Y si no lo encontraban, ¡qué desperdicio! Nunca se me dio bien aburrirme, pero atosigarme de tareas tampoco resultó ser la solución. El tedio se filtraba entre las actividades, se burlaba de mis excusas, me mostraba la cara inútil de la dispersión.

Un buen día me enseñaron a estar en silencio, me refiero a una ausencia de palabras mentales que dista mucho de la simple ausencia de voz. Qué pródiga me sentí en ese derroche. Qué exageradamente amarreta había sido hasta ese momento.

En el no hacer nada yo hago, elijo hacer. Pero qué glorioso cuando no les pido el documento a esas ocupaciones, cuando les permito quedarse en el terreno de lo que no tiene nombre; es cuando más me acerco al infinito.

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