Astrolabio planisférico
Cuando estamos en lo mismo, pensamos en algo y sentimos de la misma forma. No sabemos con seguridad pero creemos entender que sí, que hay comunión, que somos parte de algo mayor. Y de pronto las individualidades asoman y lo que parecía homogéneo se vuelve diverso, no concordamos, nos apenamos un poco por eso.
Cuando conocí a Mateo… (Puedo escribir cualquier cosa, los versos más tristes esta noche). Mateo me conoció a mí, antes que yo a él. Se presentó de una manera que no me permitió adivinar cómo él era. Elogió mis escritos, pero más que eso, me hizo sentir que tenían utilidad. Me hizo pensar en la utilidad de mis artículos, y tomar responsabilidad por lo que estaba escribiendo.
Lo interesante del caso, además de haber conocido a Mateo, fue que su elogio me conminó. No fue uno de esos halagos blandos, de los que te levantan la autoestima y te hacen seguir adelante sintiendo que estás bien encarrilado, todo lo contrario: fueron palabras que cargaban un estímulo a la urgencia, una cierta gravedad, sin dejar de acariciar con benevolencia el trabajo ya hecho.
Por esa misma época, un poco antes o después, empecé a pensar dos veces antes de hacer un elogio, a preguntarme si es un elogio que ablanda o que aprieta, y cuáles serían las consecuencias de tomar uno de esos dos caminos. Siempre me había costado dar reconocimiento, pero desde hacía unos años me había propuesto con mediano éxito empezar a elogiar los avances de las personas con quienes trabajaba. Yo creía que un resultado positivo era reconocimiento suficiente, que no hacía falta verbalizar o subrayar los logros. Tardé pero descubrí que no funciona así, y por eso ya había emprendido el ejercicio de anunciar y reconocer públicamente los logros de mi equipo de trabajo. Cuando conocí a Mateo.
Mateo te da un abrazo y una piña. Te da amor sin decirte ni media cosa linda, te da ganas de levantarte a hacer todo lo que no hiciste hasta hoy y de entender cómo puede ser que se te hayan pasado esas cosas resplandecientes de importancia y gravedad.
Antes de Iom Kipur, en la tradición judía, vienen unos días que se llamam Iamim Noraim, días graves es la traducción que aprendí en el colegio secundario. Son días de reflexión y autoestudio antes de pedir perdón. La cuestión es que hay una relación directa entre gravedad y relevancia. Y muy posiblemente si siento que es grave, voy a hacer algo al respecto.