Yellow duck II, de Liliana Porter
Tener un propósito definido puede no encajar en palabras. Puede no entrar en diez renglones o en una página. Puede ser tan múltiple como escaso. Puede caber en el hueco de la boca o necesitar un abrazo de sequoia, un ser colectivo para manifestarse. Y va por acá este escrito.
Cuando era chica leí Más que humano, la novela de Theodore Sturgeon sobre un organismo gestáltico. Cuatro personas de diferentes edades conformaban una sola conciencia, una nueva forma de evolución ( la serie Sense8 sin duda es la heredera más famosa de esa idea). De más grande conocí algunos de estos seres de ciencia ficción, conformados por varios cuerpos, que se amalgamaban en la construcción de un organismo más completo y poderoso, con menos baches, a juzgar desde mi limitado punto de observación.
Sin querer o queriendo, pude enredarme en los hilos invisibles que los unían. Y por breves instantes accedí a la percepción de ser una partecita incompleta, necesariamente asociada a otras partes, profundamente contingente. Esa ha sido una de las sensaciones tesoro en mi vida.
Lo leo y no lo encuentro maravilloso ni tentador, una nada comparado con lo mágico de la experiencia. Entiendo que se debe a que el pensamiento asume al ego como rey y no permite apreciar la belleza inusitada de situaciones en que el protagonismo simplemente se disuelve. No tengo mucho más que decir, vale la pena experimentarlo.