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Las maravillas


Dancing on a shore, de Edvard Munch

Paseo, leo un libro, como huevos, me dejo impresionar por el mundo. Encojo mis deseos y sigo caminando (no se puede vivir todo el tiempo tan inflamado). La magia pega la vuelta a la esquina conmigo, no es fácil de apagar. En realidad trato de desenchufarla momentáneamente, a falta de poder mantenerla todo el tiempo encendida. Eso me gustaría, pero en general la convivencia se complica. No hay tanto margen para un embale permanente. Dos por tres me cruzo con alguien que me quiere bajar de un hondazo. Me pregunto amargamente si hago yo eso con el embale de algunos otros, y me respondo que, muchas veces, seguro. ¿Es no sumarse una forma de extinguir algo? Depende de ambos, de cuánto esté el otro dispuesto a preservar su chispa pese a tu esfuerzo anticontagio. Es bueno guarecerse. Lo hago con fruición y totalmente a conciencia, pero no sin remordimientos, debidos a la sospecha de que en algún espacio un fuego se apaga por no estar ahí para abanicarlo. Sin embargo, no me tienta tanto la ubicuidad como otras maravillas. Abstracción sensorial, en las ciudades, me resulta de lo más conveniente -el poder de silenciar la percepción externa- y viene a ser casi lo opuesto de estar en todas partes. Otra tentación: el sueño consciente, la voluntad presente conduciendo la mirada a través de escenarios oníricos, sin pedir explicaciones a esa particular arquitectura. Un poder agotador: tocar con el pensamiento. Es un esfuerzo enorme, como estar en una manifestación o en un recital tratando de esquivar constantemente el contacto corporal.

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